El proyecto Breaking Bad

                             

Pegó tal bote que casi se cae de la cama. Alcanzó a tientas el interruptor de la luz de la mesilla atravesando una montaña de libros y papeles. Tranquila, lo verificaste con Alba. El proyecto está subido a la plataforma. ¿Y si no lo habían programado bien, y ya estaba visible para la clase? Que no, que lo programamos bien. Si es que no puedo hacer más, se decía sin creerlo. Cuando planificaron la actividad en el departamento todo eran risas. Sin duda, iba a ser un proyecto memorable, de estos que recordarían cuando fueran mayores, sí, hicimos un laboratorio de Breaking Bad en 4º de la ESO y entonces mi grupo... salvo que la anécdota ya no sería mi grupo, sino yo. Habían tenido que cambiarlo todo en un tiempo récord hasta dejar el trabajo concebido capítulo tras capítulo en el Walking Dead del proyecto Breaking Bad. ¿Cómo lo iban a hacer sin laboratorio? Las familias se les echarían encima, y con razón. Esas casas abarrotadas no podían sostener a su descendencia adolescente armada con sustancias químicas que clamaban supervisión. Así que desde el 10 de marzo se pusieron a cambiar todo, acomodándolo a una tarea unipersonal y más realizable.

-No te preocupes, yo te ayudo.

Que no me preocupe, dice. Esa dichosa plataforma. Había soñado con solo tener que tocarla de refilón desde que apareció hasta su jubilación, y mira, se había convertido en su altavoz docente. Apagó la luz y sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la casa conocida hasta el hastío. Le sobrevino un absurdo temblor, ¿y esto?, un temblor que se le quería agolpar en los ojos, pero que rechazó al momento. No tenía tiempo para eso. Igual podía levantarse ya.

Puso los pies en la alfombra y tanteó el suelo buscando sus zapatillas. Sentada con las piernas colgando se sintió como al borde de un helicóptero donde le pedían que saltara. Pero no sabía si iba a poder hacerlo. Hago lo que puedo, se volvió a decir sin creérselo. Encontró la zapatilla y, al ponérsela, se sintió más anclada a la tierra. ¿Y Paula? ¿Me llamará hoy? Le tuvo que decir que la llamara ella usando la dichosa plataforma, así me llamas cuando te venga mejor, que también, pero principalmente porque, como su profesora, no podía reconocer que no sabía si iba a conseguir llamarla. Sí sabía contestar. Había aprendido a descolgar dándole al botón verde cuando Alba la llamaba de prueba. Se enchufaba esos auriculares como de teleoperadora, con unas almohadillas que le cubrían toda la oreja aislándola del mundo analógico. Ay Alba... no sabía cómo iba a agradecerle toda la ayuda. Su Teléfono de la Esperanza, como le decía. Tú me ayudaste mucho a mí cuando yo entré, contestaba ella.

Con todo, agradecía poder trabajar. La inmensidad del tiempo acotada en ese apartamento pequeño y  vacío, apenas un cactus que le regalaron un final de curso y otra planta que estaba en el apartamento cuando lo alquiló y que le parecía un erizo descamado que sobrevivía sin pedir ni molestar. Y todo lo que ocurría fuera... no se atrevía a asomar la nariz a las noticias y hacerse una idea del alcance de la situación. Total, la palabra ya lo decía todo. Pandemia. Se le hacía tan inabarcable como esas cantidades de dinero que se depositaban en los paraísos fiscales, ni me imagino cuánto debe ser eso. Pues igual. Pero ese era el lado más egoísta, el querer verse ocupada. El otro, era la preocupación. Porque tenía a Paula, a Marcos, a Jonathan, y al resto. Y, aunque le daba auténtico terror asomarse a esas casas a través del ojo indiscreto de la pantalla, de ahí no quería escapar. Ni podía. No podía dejarlos solos.


La cafetera comenzó a quejarse, sacándola de sus pensamientos. Ya hay luz. Cuando empezó todo, todavía sería de noche. Los árboles estaban pelados y ahora lucen sus copas como los casquetes de las señoras que antes salían de la peluquería de la esquina. Apenas alcanzaba a ver su coche aparcado bajo lo que parecía el váter de alguna urraca, ¡se va a estropear la carrocería! Total, aquel bólido parecía más bien un Rocinante que un Babieca. Pero no por eso se merecía una mala vida, más bien al contrario.

Se llevó la taza de café firmada por su tutoría del 2004 y encendió el portátil instalado en la mesa del salón, que parecía un escaparate de la cuesta de Moyano. Había desistido de guardar los libros, necesitaba todo a mano y por la noche, cuando apagaba el ordenador, lo apilaba para el día siguiente.

Faltaban casi dos horas para comenzar las clases, si es que se podía llamar así. Sí, claro que se puede, se reprendía. De momento no habían empezado con las videoconferencias, solo tutorías y planificación de tareas. Pero ya estaba preparada, tardó varios días hasta que encontró el rincón idóneo de su casa. Lugo, llegado el día, debía pintarse como una puerta para lucir presentable ante esa juventud que a la hora de hacer un trabajo eran los seres más planos, pero si tenían que buscar motes ni las batallas de Góngora y Quevedo les hacían sombra. Cogió su agenda, corona de la montaña de libros de su derecha, y abrió las tareas del día. Ese rato extra le serviría para coger los apuntes que le había hecho Alba y comenzar ensayo error a aprender la plataforma. Madre mía... si su sobrina tenía que videollamarla porque ella aún no lo había conseguido... ¿Cómo iba a condensar su hacer docente con esa máquina boba que se empeñaba en repudiarla? ¿En dejarla en evidencia delante de toda la comunidad educativa? Tomó un sorbo de café. Revisó las tutorías con cada una de sus perlas, como los llamaba. Eso lo tenía controlado desde hacía mucho tiempo. Suspiró, se echó una galleta a la boca y abrió la plataforma. Vamos a llevarnos bien. Y comenzó a teclear supervisada por las anotaciones de su compañera.

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