Viaje de ida y vuelta

 

Ahora, mirándose a los ojos en el reflejo de la ventanilla del autobús, ojos sorprendidos que brillan con el brillo prestado de las estrellas de la noche de ahí fuera, no puede engañarse. Y menos aún amparada en el blanco inmaculado de la mascarilla que se lleva todo el protagonismo de su retrato reflejado. No había vuelto porque no había querido.

Los miedos son libres, dicen, pero apresan. Los miedos son huidizos y mentirosos. Intentan sobrevivir a toda costa. Parecerían entrañables si no fueran en contra de la supervivencia propia. En el camino de vuelta de este viaje con retorno, el viaje con la fecha más corta que pudo marcar en el incómodo autobús de frecuencia rala, pero es que ¿quién iba a querer volver allí?, no tenía excusas en las que ampararse.

Ahora, que no podía mentirse, sabía que lo que más miedo le daba era verse en sus ojos. Saberse atrapada en la miel de su iris, la nobleza de sus intenciones, ese dulzor que jamás osaría reprocharle que no hubiera vuelto cuando estaba claro que ella, a su edad, no estaba para esos viajes a la cuidad. ¿Y cómo sería el reflejo en esos ojos de su maquillaje y manicura, de su ropa de marca, del falso rizo de sus pestañas? Seguro que todo eso era invisible para ellos. Como dice El principito, pero al revés. Lo insustancial era invisible para sus ojos. La vería tal como es. A ella no la podía engañar.

Temió por la anciana cuando el pueblo se vio amenazado por el virus que nos acechaba a todos. Tardó en llegar, pero al final una pareja que venía de la ciudad tuvo la gentileza de llevarle ese adelanto de la globalización. Se la imaginaba entonces recogiendo sus cosechas del día a escondidas, sembrando lo que tocara con el cuerpo doblado como un incipiente brote que sale de su semilla.

Años antes la dejó atrás. Salió huyendo con una maleta y la excusa de terminar bachillerato. Le partió el corazón verse envuelta en su abrazo, aplastada contra sus grandes pechos, sintiendo que era el único lugar seguro en el mundo y sabiendo que no iba a volver.

Los años pasaron y le contaban que ella, fielmente, reportaba con orgullo sus cada vez más importantes estudios, la niña está haciendo un Máster, y no lograba pronunciar el nombre de la ciudad foránea, desconocida, que no sabría localizar en un mapa ni aunque peligrara su vida.

Lejos de su mirada, comenzó entonces a reinventarse. A proyectar la vida de fuera hacia dentro. Y para ello, firmó dos grandes alianzas. La primera, con la fotografía preparada al milímetro. Los selfies vanidosos, picados favorecedores acompañados de frases en el mejor de los casos, ingeniosas y en el peor, sobadísimas, aquí, sufriendo. El segundo pacto lo selló con los distintos medios de difusión que le servían de pantalla al mundo, a todos esos desconocidos que bebían de sus novedades con envidia y ceja levantada. Barcos y cócteles, restaurantes en las cimas de las ciudades y frutas tropicales a pie de hamaca. Hombres guapos, más guapos y guapérrimos, bronceados con tupé armado que le cogían de la breve cintura resaltada por el mejor bikini, o short o vestido ceñido. Por eso tuvo náuseas de solo pensar en meterse en un autobús lleno de gente con mascarilla para volver a lo más pobre, al polvo más polvoriento, a la piedra sin gracia de los muros de aquellas casas con puertas pequeñas. Y tuvo que ser ese año, que tenían un viaje preparado todos juntos a unas islas que nadie conoce, en medio de un mar ignoto, decenas de horas de vuelo para llegar a esos colores turquesa, pero claro, no les parecía que fuera una buena idea, este verano va a ser distinto, decían todos con un poco de miedo en las sonrisas.

Con el plan cortado de raíz no encontraría escapatoria para su conciencia. Sabía que a lo mejor poco le quedaba, y había sido demasiado buena con ella, la única persona genuinamente buena, que no quería nada más de ella que a ella, y no se veía capaz de hacerle eso. Buscó quien la llevara, quizá Paul, un viaje exótico para él, irían en su descapotable inglés alargado y verde botella, o quizá Silvia, pero no, se horrorizaría teniendo que salir de la casa para acicalarse a un baño al lado del corral, no, no, podía mostrarle eso. Así que, diciendo una verdad a sus amigos, voy a ver a la familia, y ocultando otras tantas, se metió en el autobús cogiendo una gran bocanada de aire, como quien se prepara a bucear todo un largo de piscina. Y se alegró entonces de ir medio camuflada por normativa sanitaria.

Y cuando llegó, empezó a olvidarse del teléfono, al principio porque no tenía nada que enseñar, ¿qué iba a mostrar de aquello? Y luego porque entre crocoteos y cacareos, entre el barro seco de las calles impreso con las sombras tupidas de los tilos y las ribeteadas de las encinas, dejó de recordar bien para qué servía. Las calles le parecían aquellas que vio en sus viajes a Sudamérica, tan bonitas, los humildes sembrados como los de los campesinos de Asia, y el denostado río de su infancia transparente y vibrante como la cala más recóndita y renombrada. Se sentó entonces en una silla a la fresca a cortar judías y a hablar de quién se había muerto y quién aún vivía, de cómo serían las frutas según habían sido las lluvias.

Y ahora, que sus ojos brillaban con las estrellas de la noche en ese autobús en marcha, tuvo ganas de decirse muchas frases como sacadas de un libro de autoayuda y, de entre todas, escogió la mejor, la más cursi, la que más iba a gustar a su público para acompañar el pie de una foto que subió sonriente, con una sonrisa de verdad, al lado de su recién difunta abuela, quien parecía haber aguantado el tiempo suficiente, según todos, para despedirse de ella.

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